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Chéjov: El brillo perdido y la apatía existencial. Por Verónica López Quesada
Chéjov: El brillo perdido y la apatía existencial. Por Verónica López Quesada
Como fiel testigo de su época, su teatro
supo plasmar las fluctuaciones de un país que se encaminaba hacia la modernidad
y la industrialización. Sus dramas manifiestan la imposibilidad del hombre
moderno de llevar a cabo sus deseos, y de tolerar la desidia, la inercia moral,
y la falta de responsabilidad.
En sintonía con la realidad social rusa de la época, Chéjov creó a sus
personajes insertos en un contexto en el que la antigua clase aristocrática,
habiendo perdido el brillo y el poder de antaño, se consumía lentamente frente
a los dictados de un nuevo orden encarnado en la incipiente burguesía.
La Rusia de la segunda mitad del
siglo XIX, convulsionada por la agitación político-social que daría vida a la
revolución, tomaba conciencia de su historia nacional de la mano de un grupo de
intelectuales liderados por Pushktin, Tolstoi, Dostoievsky y Chéjov entre
otros; y al mismo tiempo era protagonista de un cambio profundo que amenazaba
quebrar los oxidados cimientos del sistema tradicional.
En 1861, bajo el reinado del zar Alejandro
II, se había decretado la abolición de la servidumbre. Los antiguos Mujiks se
convierten en hombres libres; obligados a trabajar por sus propios medios,
comienzan a formar una baja burguesía concentrada en el campo y en los reductos
obreros de San Petersburgo y Moscú. Las rígidas estructuras de la nobleza se
ven sacudidas por una clase que comienza a interactúar, los límites se
desdibujan y el conflicto se patentiza entre los herederos de un orden
estatuído en la sangre y los representantes de un nuevo modo de vida regido por
el trabajo y el sacrificio.
Chéjov es, al mismo tiempo,
protagonista y privilegiado espectador del cambio que se operaba en Rusia y
supo plasmar, con extrema lucidez, las fluctuaciones de un país que se
encaminaba lentamente hacia la modernidad y la industrialización.
Las dos dimensiones, realismo y
compromiso, interactúan sutilmente evidenciando la intencionalidad del autor:
pintar objetivamente la realidad con todos sus matices, sin excluír las fuerzas
ocultas que operan sobre ella. Como él mismo le escribe a Suvorín en 1888:
"El artista observa, elige, conjetura, combina... Usted tiene razón en
exigir una actitud consciente del artista hacia su obra, pero mezcla dos ideas:
la solución del problema y su correcta presentación. Sólo lo último es
obligatorio para el artista."
Sus dramas manifiestan la
imposibilidad del hombre moderno de poner en acto sus deseos, su indolencia, la
inercia moral y la falta de responsabilidad. Ambientados en casas de provincia,
los personajes se ven sometidos al aburrimiento y la monotonía característicos
de una clase aristocrática que ha perdido sus motivaciones. Se sienten los
últimos baluartes de la cultura, en contraposición con la vulgaridad
generalizada de la vida rusa, ámbito que sofoca cualquier expectativa. Es
preciso aclarar que cuando Chéjov habla de cultura no se refiere a una
particularidad privativa de las clases altas, cultura no es para él sinónimo de
intelectualidad, sino un compendio de sabiduría, educación, humanidad y
capacidad de sacrificio.
El teatro chéjoviano ha sido
señalado como el menos dramático debido a la introducción, como temática
central, de la banalidad cotidiana y la rutina. Innumerables críticos y
dramaturgos han rechazado estas cuestiones por creerlas poco interesantes; sin
embargo Chéjov aclara este punto con extrema lucidez: "Los hombres comen,
duermen, fuman y dicen banalidades y sin embargo se destruyen". El diálogo
parece desarrollarse sin objeto alguno, pero es revelador de las
características de los personajes, de sus motivaciones, sus odios y pasiones y
al mismo tiempo se proyecta como un velo sobre los acontecimientos que bullen
en profundidad. Las obras se despliegan en un crescendo, comienzan serenas,
plácidas y se complejizan hasta el clímax final, en el que el despojo se
evidencia en toda su envergadura.
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