Fuente : “Chejov nos muestra el camino de la
esperanza” De Pauline Bentley para El correo de la UNESCO, 1960.
Pavlovich Chejov. Nacido el 17 de enero de
1860 en Taganrog, a orillas del Mar de Azov, vivió una vida creadora
relativamente corta, ya que falleció a la edad de 44 años. Sin embargo, las
obras que produjo han sido suficientes para colocarle entre las grandes figuras
no sólo de las letras rusas sino de la literatura universal.
Tal vez sería menester recordar que Chejov
escribió en una época en que la sociedad que le rodeaba era decadente, inquieta y
frustrada. Una vez disipados los efectos de las reformas efectuadas en Rusia alrededor de 1860, la nación se encontró en un estado de
estancamiento antes de la tempestad y Chejov captó el espíritu de ese tiempo. Muchos de sus cuentos y varios de sus
personajes lo reflejan, ya que él fué uno de los escritores más verídicos, pero
con frecuencia llevado por su optimismo natural, no podía ocultar sus anhelos
por un futuro de esperanza.
Uno de sus amigos, el escritor Korolenko
describe así a Antón Chejov en 1887, año en que se encontraron en Moscú: “Ante
mí se hallaba un joven que por su aspecto parecía de menos años aun de los
que tenía en realidad, de altura un poco más que mediana, con un
semblante ovalado y regular, de facciones finas que poseían la movilidad de la
juventud. Había en su semblante una expresión no común que me fué imposible
definir en el primer momento. A pesar del hecho de que evidentemente era el semblante
de un intelectual, sugería la faz de un adolescente campesino de corazón
candido, y era esto lo que le prestaba tanto atractivo. Aun sus ojos
luminosos y profundos, brillaban con una luz que era, a la vez, la del pensamiento
y de una candidez casi infantil. Todo su aspecto, sus gestos, su manera de
hablar irradiaban sencillez, así como sus escritos...”
En esos años, Chejov ya había dejado tras de
él una infancia desventurada y mostraba
los primeros signos de la tuberculosis que acabó con su vida cuando
apenas había llegado a los cuarenta y cuatro años de edad. Antón tenía cinco hermanos, y como ellos,
había nacido en el pequeño puertecillo
de Taganrog, en el Mar de Azov, hacia el sur de Rusia.
Al contrario de los escritores aristocráticos
Turguenief y el Conde de Tolstoy que serían más tarde sus amigos procedía de una familia campesina. Su abuelo
fué un siervo que compró la libertad de la familia al precio de 700 rublos «
por cabeza». Su propio padre fué un tendero de comestibles, hombre sin suerte que dio a su
hijo una niñez miserable, más ardua aun por sus severas disciplinas religiosas, por sus frecuentes castigos
corporales y por su rígido aprendizaje escolar.
Cuando Antón tenía dieciséis años, se
produjo la quiebra de la tienda de abastos de su padre y la familia huyó a Moscú para escapar a sus acreedores,
abandonando al adolescente en Taganrog
para que terminara sus estudios. El
joven abandonado, para atender a sus necesidades,tuvo que servir de instructor
de otros alumnos al mismo tiempo que
continuaba sus estudios. Esos años fueron de pobreza y sufrimiento: pero Antón los sobrellevó con su alegría característica
y su elevación de espíritu. Llegó aún a escribir cartas reconfortantes a su familia
en Moscú. Esos años, los aprovechó para instruirse de todas maneras,
emancipándose de las limitaciones de su nacimiento y de su clase social. Mas
adelante escribe en una carta a su editor: “Además de un vasto talento y de
la abundancia de asuntos, el escritor necesita
otras cosas: Primero, una mente madura y, luego, un sentimiento
profundo de libertad personal. ¿Por qué no escribe usted la historia de un joven cuyo padre fué un siervo, de un joven
que tuvo que ser sucesivamente vendedor, corista, estudiante, educado para tratar
a las gentes de rango con respeto, besar la mano de los sacerdotes, inclinarse ante las ideas de otras personas y
demostrar su gratitud por cada pedazo de pan que come? De un joven constantemente flagelado, que para dar clases tiene que caminar con el calzado
roto, trabándose a golpes con los otros muchachos, torturando a los animales,
inclinado a comer con sus parientes ricos, comportándose hipócritamente ante
Dios y los hombres, por la simple conciencia de su propia
insignificancia... Muéstrenos usted cómo ese joven se liberta poco a poco del
esclavo que vive en él hasta el día en que descubre, al despertarse, que no hay la menor gota de
sangre de esclavo en sus venas y que su sangre es verdadera, la misma de todos
los hombres.”
Cuando llegó por primera vez a Moscú, Chejov tenía diecinueve años y se matriculó como estudiante en la Facultad de Medicina de la Universidad. Encontrando a su familia en peores condiciones de lo que esperaba, buscó los medios de ganar dinero para ayudarla, al mismo tiempo que continuaba sus estudios. Más o menos por azar escogió para ello la ocupación de escribir. Desde Taganrog había enviado a su hermano Alejandro una hoja semanal de noticias domésticas, a la que llamaba «El Tartamudo» y que trataba de imitar a los diarios humorísticos de nivel bastante bajo que estaban de moda en Moscú en ese tiempo. Alejandro se las había arreglado para colocar algunos de esos escritos de su hermano en los diarios moscovitas en donde trabajaba, y Chejov no
tuvo sino que ampliar esa actividad
literaria. Adoptó una serie de pseudónimos, entre ellos el de
Antoche Tchekhonte. De esta manera, mientras estudiaba en la Facultad de
Medicina, produjo una inmensa cantidad de relatos jocosos, bocetos, historietas y
aun escritos de crítica teatral por la paga miserable que le ofrecían esos
periódicos.
En 1884, obtuvo el titulo de médico. Aunque
nunca ejerció regularmente la medicina, practicó en Moscú y en los
hospitales de provincia. Pero, a pesar de su fama creciente, Chejov miraba siempre
a la literatura como la menor de sus preocupaciones, por lo menos
hasta 1886, en que la publicación de su relato «El Guardabosque» impulsó a
Grigerovich escritor de gran autoridad á enviarle un carta de felicitación aconsejándole que tomara en serio su gran talento y no lo
dilapidara. Chejov se impresionó profundamente por este hecho: «Si poseo
dones que es menester respetar, confieso que hasta hoy no he experimentado por
ellos el menor respeto. Me daba cuenta de poseer algún talento, pero
había adquirido la costumbre de considerarlo como algo insignificante. Hasta
ahora, mi actitud frente a mi obra literaria ha sido negligente en extremo. No
recuerdo uno solo de mis cuentos que me hubiese costado más de 24 horas de trabajo.
Ese «Guardabosque» que ha gustado tanto a usted lo escribí en un
establecimiento de baños. He compuesto mis cuentos como los reporteros de los diarios escriben sus
noticias de incendio, maquinalmente, en un estado de semi-vigilia, sin
preocuparme de los lectores o del relato mismo. Me propongo renunciar a un
trabajo efectuado
tan de prisa; pero esto no será en seguida. No tengo ninguna posibilidad de
escapar a una rutina a la que me he esclavizado hasta hoy. No me
espanta la perspectiva del hambre-de la que tengo ya experiencia -pero pienso
siempre en mi familia. Dedico a mis escritos únicamente mis horas de ocio: dos
o tres en el día y una breve parte de la noche. En el verano, en
que es posible disponer de más tiempo y en que es más bajo el costo de la vida,
me ocuparé más seriamente de mi trabajo".
Y en efecto, cumplió su promesa. Desapareció para siempre Antonche Tchekhonte, y desde entonces, Chejov publicó sus escritos con su propio nombre. La producción fenomenal de sus relatos, que llegaban a un promedio de cien al año, descendió a una veintena más o menos. De costumbre sus cuentos se forman en torno de un personaje central, rodeado de otros de menor relieve y, más que una historia, presentan una «escena de la vida». A primera vista, esos relatos parecen escritos al azar, pero en realidad su construcción es tan lúcida que su aparente falta de forma es imposible de imitar.« Mi santuario es el cuerpo humano y el cerebro, el talento, la inspiración, el amor y la libertad personal -sin las cadenas de la fuerza o de la mentira -cualquiera que sea la forma que tomen estos dos últimos. Si hubiese sido yo un gran artista, habría seguido esta línea de conducta. No soy liberal, conservador, evolucionista o monje. Todo lo que deseo es ser un artista libre. Detesto la violencia y las mentiras de toda especie. El fariseísmo, la estupidez y la licencia se encuentran no sólo en los hogares de la clase media o en las comisarías de policía, sino también en la ciencia, en la literatura y entre los jóvenes. Considero como prejuicios las etiquetas o las marcas de fábrica. Me parece que el escritor narrativo no debería intentar ser el juez de sus personajes y de sus diálogos, sino tan solo un testigo imparcial. El artista debe juzgar únicamente aquello que comprende, y su papel es observar, escoger, adivinar y combinar. Su oficio consiste en exponer y no resolver un problema. En «Ana Karenina» y en «Eugenio Oneguine» no se resuelve ningún problema, pero son obras que nos placen porque allí los problemas se encuentran correctamente planteados. El escritor no es un confeccionador, un fabricante de cosméticos o un director de espectáculos sino un hombre que debe firmar un pacto con su conciencia y con su sentido del deber y, aunque no lo quiera, está obligado a vencer su fastidio y manchar su imaginación con las impurezas de la vida. La noción de suciedad no existe para un químico, y el escritor debe ser tan objetivo como éste. Debe renunciar a la actitud subjetiva ante la vida. No hay sino que mirar a los escritores que consideramos como inmortales o simplemente como buenos: los mejores de entre ellos son realistas que pintan la vida como es. Hay un propósito consciente en cada línea que escriben hasta el punto que comprendemos que esos escritores, al pintar la vida en su aspecto real, nos sugieren la vida como debería ser.”
«La vida como debería ser»: esta fué la divisa y la aspiración de Chejov. Nada le apartó de su propósito que consistía en afirmar su creencia optimista en el futuro.
Construyó escuelas y hospitales en la aldea en donde compró una casa de campo. Su
libro de reportaje sobre la vida en los establecimientos penales, que visitó
voluntariamente, en la desolada isla de Sakhalin, produjo algunas reformas en
favor de los presos. Pero, fué en sus escritos y, particularmente en sus últimos cuatro dramas obra de la
madurez que Chejov pudo mostrar el camino
de una vida mejor al describir las miserias de la existencia de su tiempo.
No es fortuito el hecho de que las obras más
acabadas de Chejov sean sus dramas. Durante toda su vida, el gran
escritor compuso para el teatro y, en sus primeros días de Moscú, publicó
muchas comedias, hoy muy populares. Luego, con la experiencia del tiempo, expuso sus ideas sobre
la literatura dramática:
«En las tablas, todo debe ser tan complejo y simple a la vez como
en la vida misma. Las gentes se sientan a la
mesa y, mientras cenan, tal vez se decide su porvenir de felicidad o
se destruyen sus vidas sin remedio. Los
espectadores esperan que el héroe y la heroína actúen siempre de manera
dramática; pero, en la realidad no todos los días se pega la gente un tiro, ni se
ahorca, ni hace declaraciones de amor ni emite constantemente verdades
profundas. ¡No! Lo más frecuente es que se coma, se beba, se corteje a una
mujer y se digan tonterías. En una obra de teatro debe mostrarse a la gente en sus idas
y venidas, cenando, hablando de la temperatura o jugando a la baraja, no por un propósito
deliberado del autor, sino porque esto es lo que sucede en la vida diaria. La
vida debe mostrarse en el escenario como es realmente, y los personajes no
deben ser artificiales sino de carne y hueso». En esos días, el teatro era
tradicionalmente melodramático, lleno de personajes heroicos, de gestos
exagerados y frases grandilocuentes. Chejov quería cambiar todo ello y utilizar el escenario con diverso
propósito. Deseaba revelar la vida de la gente común en obras que fuesen
dramáticas por sus personajes más que por su trama. Encontró la fórmula tan deseada mientras escribía «La
Gaviota», en 1895. Este fué el primer drama en que estableció su propio estilo personal
de realismo psicológico. Su primera presentación en 1896 fué un desastre: ni
los actores ni el público habían comprendido este nuevo estilo de drama en que se
mostraban complicadas relaciones de familia y estados de ánimo de una serie de
personajes a quienes, en apariencia, no sucedía nada. El fracaso de la obra
afectó profundamente al autor cuya salud empeoraba, y motivó su regreso a
Yalta, en donde había vivido algún tiempo, siguiendo los consejos de
los médicos. Más tarde fué extremamente difícil obtener su autorización para
que la pieza fuese representada por una compañía de jóvenes que se estrenaba en Moscú. Era
nada menos que el Teatro de Arte, hoy ilustre, dirigido por Danchenko y
Stanislavsky. La idea de esos dos hombres era insuflar en la producciones
teatrales una buena parte de ese mismo realismo que Chejov deseaba expresar en
sus obras, y para ello habían escogido «La Gaviota» como una de las piezas
del repertorio de su temporada inicial. El público no estaba dispuesto
mayormente a comprender esta nueva manera de representar las obras dramáticas y, en
su comienzo, el Teatro de Arte de Moscú pareció a su vez en peligro de
quiebra; pero la primera función de «La Gaviota» puesta en escena por
Stanislavsky, en 1898, salvó al mismo tiempo la obra y el teatro. Desde ese
día, el Teatro de Arte de Moscú inscribirá en su telón, como emblema, la figura
de una gaviota.
Sus tres obras siguientes El Tío Vania», «Las tres hermanas» y
«El huerto de los cerezos» fueron presentadas por Stanislavsky con gran éxito
artístico y comercial. Stanislavsky veía en esas piezas un clima
esencialmente trágico, y aunque Chejov discutía vigorosamente sobre su modo de
interpretación, no pudo ejercer una vigilancia constante en los ensayos de esas
obras porque la enfermedad le retenía la mayor parte del tiempo en Yalta. Asi, Stanislavsky persistió en tratar «El huerto
de los cerezos» con su melancolía acostumbrada, aunque Chejov definía esta obra como una
comedia y pedía una interpretación mas
optimista.
Declaró él mismo en una charla
con el crítico Tikhonov:
“Me cuenta usted que el público
llora al contemplar mis obras dramáticas. También otras gentes me lo han
hecho saber. Pero yo no he escrito mis dramas con ese propósito. Todo lo que yo
deseaba era decir honestamente a las gentes: Miraos un poco y ved hasta qué
punto vuestra vida es mala y monótona. Es importante que las gentes se den cuenta de
este hecho ya que,si lo comprenden podrían suscitar ciertamente en torno de
ellos una vida mejor. No viviré lo bastante para verlo, pero sé que la vida
futura será muy diferente a nuestra vida actual.»
En 1904, Chejov se dirigió a Badenweiler, en
Alemania, para reparar su salud que desmejoraba rápidamente. Con él se
trasladó su esposa Olga Knipper actriz rusa quien nos ha dejado un testimonio
de ese último viaje: «Antón Pavlovich emprendió su viaje al otro mundo pacífica
y tranquilamente. A comienzos de la noche se puso a pasear por la .alcoba y
me pidió, por la primera vez de su vida, que llamara al médico. Recuerdo la sensación que tuve de
la cercanía de centenares de gentes en el gran hotel dormido y, al mismo tiempo,
la impresión de mi propia soledad y de lo poco útil de mi presencia... El
médico llegó y me ordenó dar al enfermo un poco de champaña. Antón se
sentó con gravedad y le dijo al
médico en voz alta y en lengua alemana que conocía muy poco «Ich sterbe» (me muero)... Luego, tomó en su
mano la copa de champaña, volvió la cabeza
hacia mí con su maravillosa sonrisa diciéndome:«Hace tiempo que no había bebido
champaña...» Vació la copa, se inclinó sobre el lado izquierdo y se
quedó en silencio. La paz terrible de la noche fué interrumpida sólo por el batir de
alas de una enorme mariposa nocturna. Volaba de una pared a otra y se arrojaba
con violencia sobre las lámparas encendidas. Encontró de nuevo la
ventana abierta
hacia la dulce noche oscura y desapareció. Entre tanto, Chejov había cesado de
hablar, de respirar, de vivir. Llegó la aurora y, al mismo tiempo que se
despertaba la naturaleza, resonaba el tierno canto de los pájaros. No se escuchaba
ninguna voz humana ni ningún ruido de la
vida cotidiana. Sólo había allí la belleza, la serenidad y la grandeza
de la muerte».
Así se extinguió Chejov. La dignidad del ser humano, la
integridad del artista y la verdad desnuda: esos fueron los ideales por los que combatió
y vivió el gran escritor ruso, que dejó ligado a ellos su recuerdo inmortal.
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