lunes, 6 de abril de 2015

Un relato biográfico de Anton Chéjov

Fuente : “Chejov nos muestra el camino de la esperanza” De Pauline Bentley para El correo de la UNESCO, 1960.

Pavlovich Chejov. Nacido el 17 de enero de 1860 en Taganrog, a orillas del Mar de Azov, vivió una vida creadora relativamente corta, ya que falleció a la edad de 44 años. Sin embargo, las obras que produjo han sido suficientes para colocarle entre las grandes figuras no sólo de las letras rusas sino de la literatura universal.
Tal vez sería menester recordar que Chejov escribió en una época en que la sociedad que le rodeaba era decadente, inquieta y frustrada. Una vez disipados los efectos de las reformas efectuadas en Rusia alrededor de 1860,  la nación se encontró en un estado de estancamiento antes de la tempestad y Chejov captó el espíritu de ese tiempo.  Muchos de sus cuentos y varios de sus personajes lo reflejan, ya que él fué uno de los escritores más verídicos, pero con frecuencia llevado por su optimismo natural, no podía ocultar sus anhelos por un futuro de esperanza.

Uno de sus amigos, el escritor Korolenko describe así a Antón Chejov en 1887, año en que se encontraron en Moscú: “Ante mí se hallaba un joven que por su aspecto parecía de menos años aun de los que tenía en realidad, de altura un poco más que mediana, con un semblante ovalado y regular, de facciones finas que poseían la movilidad de la juventud. Había en su semblante una expresión no común que me fué imposible definir en el primer momento. A pesar del hecho de que evidentemente era el semblante de un intelectual, sugería la faz de un adolescente campesino de corazón candido, y era esto lo que le prestaba tanto atractivo. Aun sus ojos luminosos y profundos, brillaban con una luz que era, a la vez, la del pensamiento y de una candidez casi infantil. Todo su aspecto, sus gestos, su manera de hablar irradiaban sencillez, así como sus escritos...”
En esos años, Chejov ya había dejado tras de él una  infancia desventurada y mostraba los primeros signos de la tuberculosis que acabó con su vida cuando apenas había llegado a los cuarenta y cuatro años de edad.  Antón tenía cinco hermanos, y como ellos, había nacido  en el pequeño puertecillo de Taganrog, en el Mar de Azov, hacia el sur de Rusia.
Al contrario de los escritores aristocráticos Turguenief y el Conde de Tolstoy  que serían más tarde sus amigos procedía de una familia campesina. Su abuelo fué un siervo que compró la libertad de la familia al precio de 700 rublos « por cabeza». Su propio  padre fué un tendero de comestibles, hombre sin suerte que dio a su hijo una niñez miserable, más ardua aun  por sus severas disciplinas religiosas, por sus frecuentes castigos corporales y por su rígido aprendizaje escolar.

Cuando Antón tenía dieciséis años, se produjo la quiebra de la tienda de abastos de su padre y la familia huyó  a Moscú para escapar a sus acreedores, abandonando  al adolescente en Taganrog para que terminara sus estudios.  El joven abandonado, para atender a sus necesidades,tuvo que servir de instructor de otros alumnos  al mismo tiempo que continuaba sus estudios. Esos años fueron de pobreza y sufrimiento: pero Antón  los sobrellevó con su alegría característica y su elevación de espíritu. Llegó aún a escribir cartas reconfortantes a su familia en Moscú. Esos años, los aprovechó para instruirse de todas maneras, emancipándose de las limitaciones de su nacimiento y de su clase social. Mas adelante escribe en una carta a su editor: Además de un vasto talento y de la abundancia de  asuntos, el escritor necesita otras cosas: Primero, una mente madura y, luego, un sentimiento profundo de libertad personal. ¿Por qué no escribe usted la historia de un  joven cuyo padre fué un siervo, de un joven que tuvo que ser sucesivamente vendedor, corista, estudiante, educado para tratar a las gentes de rango con respeto, besar la  mano de los sacerdotes, inclinarse ante las ideas de otras personas y demostrar su gratitud por cada pedazo de pan  que come? De un joven constantemente flagelado, que para  dar clases tiene que caminar con el calzado roto, trabándose a golpes con los otros muchachos, torturando a los animales, inclinado a comer con sus parientes ricos, comportándose hipócritamente ante Dios y los hombres, por la simple conciencia de su propia insignificancia... Muéstrenos usted cómo ese joven se liberta poco a poco del esclavo que vive en él hasta el día en que descubre, al  despertarse, que no hay la menor gota de sangre de esclavo en sus venas y que su sangre es verdadera, la misma de todos los hombres.”

Cuando llegó por primera vez a Moscú, Chejov tenía diecinueve años y se matriculó como estudiante en la Facultad de Medicina de la Universidad. Encontrando a su familia en peores condiciones de lo que esperaba, buscó los medios de ganar dinero para ayudarla,  al mismo tiempo que continuaba sus estudios. Más o menos por azar escogió para ello la ocupación de escribir. Desde Taganrog había enviado a su hermano Alejandro una hoja semanal de noticias domésticas, a la que llamaba «El Tartamudo» y que trataba de imitar a los diarios humorísticos de nivel bastante bajo que estaban de moda en Moscú en ese tiempo. Alejandro se las había arreglado para colocar algunos de esos escritos de su hermano en los diarios moscovitas en donde trabajaba, y Chejov no
tuvo sino que ampliar esa actividad literaria. Adoptó una serie de pseudónimos, entre ellos el de Antoche Tchekhonte. De esta manera, mientras estudiaba en la Facultad de Medicina, produjo una inmensa cantidad de relatos jocosos, bocetos, historietas y aun escritos de crítica teatral por la paga miserable que le ofrecían esos periódicos.
En 1884, obtuvo el titulo de médico. Aunque nunca ejerció regularmente la medicina, practicó en Moscú y en los hospitales de provincia. Pero, a pesar de su fama creciente, Chejov miraba siempre a la literatura como la menor de sus preocupaciones, por lo menos hasta 1886, en que la publicación de su relato «El Guardabosque» impulsó a Grigerovich escritor de gran autoridad á  enviarle un carta de felicitación aconsejándole que  tomara en serio su gran talento y no lo dilapidara. Chejov se impresionó profundamente por este hecho: «Si poseo dones que es menester respetar, confieso que hasta hoy no he experimentado por ellos el menor respeto. Me daba cuenta de poseer algún talento, pero había adquirido la costumbre de considerarlo como algo insignificante. Hasta ahora, mi actitud frente a mi obra literaria ha sido negligente en extremo. No recuerdo uno solo de mis cuentos que me hubiese costado más de 24 horas de trabajo. Ese «Guardabosque» que ha gustado tanto a usted lo escribí en un establecimiento de baños. He compuesto mis cuentos como los reporteros de los diarios escriben sus noticias de incendio, maquinalmente, en un estado de semi-vigilia, sin preocuparme de los lectores o del relato mismo. Me propongo renunciar a un trabajo efectuado tan de prisa; pero esto no será en seguida. No tengo ninguna posibilidad de escapar a una rutina a la que me he esclavizado hasta hoy. No me espanta la perspectiva del hambre-de la que tengo ya experiencia -pero pienso siempre en mi familia. Dedico a mis escritos únicamente mis horas de ocio: dos o tres en el día y una breve parte de la noche. En el verano, en que es posible disponer de más tiempo y en que es más bajo el costo de la vida, me ocuparé más seriamente de mi trabajo".

Y en efecto, cumplió su promesa. Desapareció para siempre Antonche Tchekhonte, y desde entonces, Chejov publicó sus escritos con su propio nombre. La producción fenomenal de sus relatos, que llegaban a un promedio  de cien al año, descendió a una veintena más o menos. De costumbre sus cuentos se forman en torno de un personaje central, rodeado de otros de menor relieve y, más que una historia, presentan una «escena de la vida». A primera vista, esos relatos parecen escritos al azar, pero en realidad su construcción es tan lúcida que su aparente falta de forma es imposible de imitar.« Mi santuario es el cuerpo humano y el cerebro, el talento, la inspiración, el amor y la libertad personal -sin las cadenas de la fuerza o de la mentira -cualquiera que sea la forma que tomen estos dos últimos. Si hubiese sido yo un gran artista, habría seguido esta línea de conducta. No soy liberal, conservador, evolucionista o monje. Todo lo que deseo es ser un artista libre. Detesto la violencia y las mentiras de toda especie. El fariseísmo, la estupidez y la licencia se encuentran no sólo en los hogares de la clase media o en las comisarías de policía, sino también en la ciencia, en la literatura y entre los jóvenes. Considero como prejuicios las etiquetas o las marcas de fábrica. Me parece que el escritor narrativo no debería intentar ser el juez de sus personajes y de sus diálogos, sino tan solo un testigo imparcial. El artista debe juzgar únicamente aquello que comprende, y su papel es observar, escoger, adivinar y combinar. Su oficio consiste en exponer y no resolver un problema. En «Ana Karenina» y en «Eugenio Oneguine» no se resuelve ningún problema, pero son obras que nos placen porque allí los problemas se encuentran correctamente planteados. El escritor no es un confeccionador, un fabricante de cosméticos o un director de espectáculos sino un hombre que debe firmar un pacto con su conciencia y con su sentido del deber y, aunque no lo quiera, está obligado a vencer su fastidio y manchar su imaginación con las impurezas de la vida. La noción de suciedad no existe para un químico, y el escritor debe ser tan objetivo como éste. Debe renunciar a la actitud subjetiva ante la vida. No hay sino que mirar a los escritores que consideramos como inmortales o simplemente como buenos: los mejores de entre ellos son realistas que pintan la vida como es. Hay un propósito consciente en cada línea que escriben hasta el punto que comprendemos que esos escritores, al pintar la vida en su aspecto real, nos sugieren la vida como debería ser.

«La vida como debería ser»: esta fué la divisa y la aspiración de Chejov. Nada le apartó de su propósito que consistía en afirmar su creencia optimista en el futuro.
 Construyó escuelas y hospitales en la aldea en donde compró una casa de campo. Su libro de reportaje sobre la vida en los establecimientos penales, que visitó voluntariamente, en la desolada isla de Sakhalin, produjo algunas reformas en favor de los presos. Pero, fué en sus  escritos y, particularmente en sus últimos cuatro dramas obra de la madurez  que Chejov pudo mostrar el camino de una vida mejor al describir las miserias de la existencia de su tiempo.
No es fortuito el hecho de que las obras más acabadas de Chejov sean sus dramas. Durante toda su vida, el gran escritor compuso para el teatro y, en sus primeros días de Moscú, publicó muchas comedias, hoy muy  populares. Luego, con la experiencia del tiempo, expuso sus ideas sobre la literatura dramática:
«En las tablas, todo  debe ser tan complejo y simple a la vez como en la vida  misma. Las gentes se sientan a la mesa y, mientras cenan, tal vez se decide su porvenir de felicidad o se destruyen  sus vidas sin remedio. Los espectadores esperan que el héroe y la heroína actúen siempre de manera dramática; pero, en la realidad no todos los días se pega la gente un tiro, ni se ahorca, ni hace declaraciones de amor ni emite constantemente verdades profundas. ¡No! Lo más frecuente es que se coma, se beba, se corteje a una mujer y se digan tonterías. En una obra de teatro debe mostrarse a la gente en sus idas y venidas, cenando, hablando de la temperatura o jugando a la baraja, no por un propósito deliberado del autor, sino porque esto es lo que sucede en la vida diaria. La vida debe mostrarse en el escenario como es realmente, y los personajes no deben ser artificiales sino de carne y hueso». En esos días, el teatro era tradicionalmente melodramático, lleno de personajes heroicos, de gestos exagerados y frases grandilocuentes. Chejov quería cambiar todo ello y utilizar el escenario con diverso propósito. Deseaba revelar la vida de la gente común en obras que fuesen dramáticas por sus personajes más que por su trama. Encontró la fórmula tan deseada mientras escribía «La Gaviota», en 1895. Este fué el primer drama en que estableció su propio estilo personal de realismo psicológico. Su primera presentación en 1896 fué un desastre: ni los actores ni el público habían comprendido este nuevo estilo de drama en que se mostraban complicadas relaciones de familia y estados de ánimo de una serie de personajes a quienes, en apariencia, no sucedía nada. El fracaso de la obra afectó profundamente al autor cuya salud empeoraba, y motivó su regreso a Yalta, en donde había vivido algún tiempo, siguiendo los consejos de los médicos. Más tarde fué extremamente difícil obtener su autorización para que la pieza fuese representada por una compañía de jóvenes que se estrenaba en Moscú. Era nada menos que el Teatro de Arte, hoy ilustre, dirigido por Danchenko y Stanislavsky. La idea de esos dos hombres era insuflar en la producciones teatrales una buena parte de ese mismo realismo que Chejov deseaba expresar en sus obras, y para ello habían escogido «La Gaviota» como una de las piezas del repertorio de su temporada inicial. El público no estaba dispuesto mayormente a comprender esta nueva manera de representar las obras dramáticas y, en su comienzo, el Teatro de Arte de Moscú pareció a su vez en peligro de quiebra; pero la primera función de «La Gaviota» puesta en escena por Stanislavsky, en 1898, salvó al mismo tiempo la obra y el teatro. Desde ese día, el Teatro de Arte de Moscú inscribirá en su telón, como emblema, la figura de una gaviota.

Sus tres obras siguientes  El Tío Vania», «Las tres hermanas» y «El huerto de los cerezos» fueron presentadas por Stanislavsky con gran éxito artístico y comercial. Stanislavsky veía en esas piezas un clima esencialmente trágico, y aunque Chejov discutía vigorosamente sobre su modo de interpretación, no pudo ejercer una vigilancia constante en los ensayos de esas obras porque la enfermedad le retenía la mayor parte del tiempo en Yalta.  Asi, Stanislavsky persistió en tratar «El huerto de los cerezos» con su melancolía acostumbrada, aunque Chejov definía esta obra como una comedia y pedía una interpretación mas  optimista.
Declaró él mismo en una charla con el crítico Tikhonov:
Me cuenta usted que el público llora al contemplar mis obras dramáticas. También otras gentes me lo han hecho saber. Pero yo no he escrito mis dramas con ese propósito. Todo lo que yo deseaba era decir honestamente a las gentes: Miraos un poco y ved hasta qué punto vuestra vida es mala y monótona. Es importante que las gentes se den cuenta de este hecho ya que,si lo comprenden podrían suscitar ciertamente en torno de ellos una vida mejor. No viviré lo bastante para verlo, pero sé que la vida futura será muy diferente a nuestra vida actual.»

En 1904, Chejov se dirigió a Badenweiler, en Alemania, para reparar su salud que desmejoraba rápidamente. Con él se trasladó su esposa Olga Knipper actriz rusa quien nos ha dejado un testimonio de ese último viaje: «Antón Pavlovich emprendió su viaje al otro mundo pacífica y tranquilamente. A comienzos de la noche se puso a pasear por la .alcoba y me pidió, por la primera vez de su vida, que llamara al médico. Recuerdo la sensación que tuve de la cercanía de centenares de gentes en el gran hotel dormido y, al mismo tiempo, la impresión de mi propia soledad y de lo poco útil de mi presencia... El médico llegó y me ordenó dar al enfermo un poco de champaña. Antón se sentó  con gravedad y le dijo al médico en voz alta y en lengua alemana que conocía muy poco «Ich sterbe» (me muero)... Luego, tomó en su mano la copa de champaña, volvió la cabeza
 hacia mí con su maravillosa sonrisa diciéndome:«Hace tiempo que no había bebido champaña...» Vació la copa, se inclinó sobre el lado izquierdo y se quedó en silencio. La paz terrible de la noche fué interrumpida sólo por el batir de alas de una enorme mariposa nocturna. Volaba de una pared a otra y se arrojaba con violencia sobre las lámparas encendidas. Encontró de nuevo la ventana abierta hacia la dulce noche oscura y desapareció. Entre tanto, Chejov había cesado de hablar, de respirar, de vivir. Llegó la aurora y, al mismo tiempo que se despertaba la naturaleza, resonaba el tierno canto de los pájaros. No se escuchaba ninguna voz humana ni ningún ruido de la
 vida cotidiana. Sólo había allí la belleza, la serenidad y la grandeza de la muerte».

 Así se extinguió Chejov. La dignidad del ser humano, la integridad del artista y la verdad desnuda: esos fueron los ideales por los que combatió y vivió el gran escritor ruso, que dejó ligado a ellos su recuerdo inmortal.

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