“El mundo de la tragedia y el mundo de lo grotesco tienen
estructuras parecidas. Lo grotesco adopta los esquemas dramáticos de la
tragedia y plantea las mismas cuestiones de base. Sólo sus respuestas son
diferentes. En este debate sobre la interpretación trágica o grotesca de la
condición humana, encuentra su reflejo el permanente y siempre vivo conflicto
de dos filosofías y dos estilos de pensamiento, el antagonismo de dos actitudes
fundamentales, al que Leszek Kolabowski dio el nombre de irremediable antagonismo
entre sacerdotes y bufones. Entre la tragedia y lo grotesco existe la misma
controversia en pro o en contra de la escatología, en pro o en contra de la fe
en lo absoluto, en pro o en contra de la esperanza en la solución definitiva de
la contradicción entre el orden moral y el orden de la acción. La tragedia es
el teatro de los sacerdotes; lo grotesco, el teatro de los bufones.
La controversia de las dos
filosofías y de los dos teatros, reviste un carácter particularmente violento
en las épocas de las grandes conmociones. Cuando se derrumba el orden de los
valores y no se puede ya apelar a Dios, a la Naturaleza o a la Historia por las
“torturas del severo mundo”, el personaje central del teatro es el bufón. Es él
quien acompaña a un monarca desterrado, a un hijo, a un dignatario, en su cruel
viaje a través de la fría noche que invade el mundo, sin esperanza de que
amanezca, A través de esa “fría noche”, que, en El Rey Lear de Shakespeare,
“convertirá a todos en payasos y en locos”.[1]
“El tema del Rey Lear es la descomposición y el
derrumbamiento del mundo. El Rey Lear empieza como las crónicas: por la
división del Estado y la abdicación del monarca y termina, también, como ellas:
por el advenimiento de un nuevo monarca. Aquí también, entre el prólogo y el
epílogo transcurre una guerra civil. Pero, contrariamente a los dramas
históricos y a las tragedias, el mundo no vuelve a componerse. No hay, en El
Rey Lear, un Fortinbras joven y libre de dudas, conquistador del trono de
Dinamarca, ni un frío Octavio, futuro César Augusto, ni un Malcolm de nobles
sentimientos que, después de los crímenes de Macbeth, “devuelva a las noches el
sueño y a las mesas los manjares”. En los epílogos de las crónicas y de las
tragedias, el nuevo monarca invita a su coronación. En El Rey Lear, no habrá
nueva coronación. A Edgardo no le queda nadie a quien invitar. Todos han muerto
o fueron asesinados. Se cumplieron las palabras de Gloster: “...este gran mundo
se convertirá en ruina y en la nada”. Los que han sobrevivido: Edgardo, el
duque de Albany y Kent son, así como Lear, “unos arruinados despojos de la
naturaleza”
De los doce personajes
principales, hay una mitad de justos y una de injustos. Una mitad de buenos y
otra de malos. La división es tan consecuente y tan abstracta como en una
moraleja. Pero ésta sería una moraleja donde todos quedan destruidos: los
nobles y los innobles, los perseguidos y los perseguidores, los torturadores y
los torturados. La vivisección durará hasta que el escenario quede vacío. Se
nos muestra la descomposición y el derrumbamiento del mundo sobre dos planos,
algo así como en dos escenarios diferentes. Uno de ellos podría llamarse el
escenario de Macbeth; el otro, el escenario de Job.
El escenario de Macbeth es el
del crimen. Todo empieza como un cuento para niños, con dos hijas malas y una
buena. La hija buena morirá ahorcada en la prisión. Las hijas malas mueren
también, pero antes cometen adulterios y una de ellas se convierte en asesina
de su propio marido y en envenenadora. Se destruyen todos los lazos, todo lo
que lleva el nombre de ley, divina, natural, o humana, queda roto y violado.
Desaparece todo el orden social, el reino y la familia. Dejan de existir rey y
súbditos, padres e hijos, maridos y mujeres. No hay más que grandes bestias renacentistas,
devorándose mutuamente “como los monstruos de las profundidades”. Todo está
densificado, dibujado con grueso trazado, los caracteres apenas se esbozan. La
historia del mundo transcurre sin psicología ni retórica. Es acción pura. Estas
violentas secuencias no son más que ilustración y ejemplo, desempeñan la
función de una luz intermitente o de un cliché realista, en negro, para el
escenario de Job.
El escenario de Job es el más
importante. Es allí, donde se representa la irónica e histriónica moraleja sobre la condición humana. Pero
antes, todos los personajes han de ser arrancados de su lugar, de su situación
social, y precipitados a lo más bajo, a una humillación total. Han de llegar
hasta el fondo del abismo. La caída no es sólo una parábola filosófica, como el
salto de Gloster al precipicio. Shakespeare utiliza el tema de la caída de
manera insistente y consecuente, repitiéndolo por lo menos cuatro veces. Se
trata de una caída tanto física como espiritual, corporal y social.
Al principio hubo un rey, una
corte, unos ministros; luego sólo hay cuatro mendigos vagabundos, que no saben
dónde cobijarse bajo la tormenta y la lluvia. La caída puede ser lenta o
violenta: Lear posee al principio un cortejo compuesto de cien servidores que
luego son cincuenta y finalmente, uno solo. A Kent lo condena al destierro un
solo gesto rabioso del rey. Pero el proceso de la degradación siempre es el
mismo. Desaparece todo lo que distingue a un hombre: las dignidades, la
situación social, hasta el nombre. Ya no hay necesidad de un nombre. Cada uno
se convierte en sombra de sí mismo. Queda el hombre, nada más.”[2]
“En El Rey Lear, la degradación del monarca se opera
lentamente, grado por grado; Lear dividió el reino y renunció al poder, pero
quiso seguir siendo rey. Creía que un rey no puede dejar de ser rey, así como
el sol no puede dejar de brillar. Creía en la mera majestad, en la mera idea de
la realiza. En los dramas históricos la desacralización de la majestad se opera
por un golpe de puñal, o bien quitando brutalmente la corona de la
cabeza del monarca aún en vida. En El Rey Lear es el bufón quien desacraliza la
majestad. Lear y Gloster son unos escatólogos que se aferran frenéticamente a
la idea de lo absoluto. Invocan a los dioses, creen en la justicia, apelan a
las leyes de la naturaleza. Echados del escenario de Macbeth, siguen siendo sus
prisioneros. Sólo el bufón permanece fuera de ambos escenarios, tanto el de
Macbeth como el de Job. Observando desde fuera, no quiere saber nada de las
ideologías. Rechaza todas las apariencias: las de la ley, de la justicia, del
orden moral. Es consciente de la opresión, de la crueldad y de la
concupiscencia en toda su desnudez. No tiene ilusiones ni busca el consuelo en
la existencia de un orden, natural o sobrenatural, donde el mal obtenga su
castigo y el bien su recompensa. El Rey Lear le resulta ridículo en su empeño
de conservar la ficción de la majestad real. Tanto más ridículo, por no
percatarse de su ridiculez. Pero el bufón no abandona su ridículo y degradado rey;
le acompaña en su camino hacia la locura. Sabe que la única verdadera locura
consiste en creer sensato el mundo. El orden feudal es absurdo y sólo puede
describirse en términos de lo absurdo. El mundo está cabeza abajo. “...Cuando los usureros cuenten su dinero en pleno campo y
los alcahuetes y las putas construyan iglesias, entonces el reino de Albión se
verá en una gran confusión; y llegará el tiempo, quien viva lo verá, en que
para caminar se necesitarán los pies.”
Hamlet se refugiaba en la locura
no solamente para despistar a los delatores y desorientar a Claudio. La locura,
para él, era también filosofía, crítica de la razón pura, un gran e irónico
reajuste de cuentas con un mundo que se había salido de sus carriles. El bufón
emplea el mismo lenguaje que Hamlet en las escenas del fingimiento de su
locura. Un lenguaje totalmente desprovisto de la retórica griega y romana, tan
querida por el Renacimiento, de la fría y digna indiferencia de Séneca frente
al ineludible destino. Lear, Gloster, Kent, el duque de Albano, incluso
Edmundo, emplean aún la retórica.
El lenguaje del Bufón es
distinto; rebosa de alusiones bíblicas y parábolas medievales, tomadas a la
inversa. Hay en él magníficos surrealismos barrocos, repentinos saltos de la
imaginación, condensaciones y abreviaturas, brutalidades, vulgarismos y
comparaciones escabrosas. Sus poemas recuerdan las coplas de ciego. El Bufón
maneja la gracia de lo absurdo, la dialéctica y la paradoja. Su lenguaje es el
del grotesco actual, que sirve para mostrarnos lo absurdo de lo evidente y de
lo absoluto mediante una gran y general reductio ad absurdum. ”
“El Bufón aparece en el escenario cuando empieza la
decadencia de Lear y desaparece al final del tercer acto. “Me iré a dormir a
mediodía”, son sus últimas palabras. Ya no lo veremos más. El Bufón deja de ser
necesario. El Rey Lear ha pasado por la escuela de la filosofía bufonesca. En
su último encuentro con Gloster, Lear habla el lenguaje del Bufón y su actitud
frente al escenario de Macbeth es idéntica a la de éste: “Me decían que yo lo
era todo; mentira, no estoy a salvo de la fiebre”[3]
[1] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida.
En Apuntes sobre Shakespeare(65).España: Alba.
[2] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida.
En Apuntes sobre Shakespeare(71,72).España: Alba.
[3] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida.
En Apuntes sobre Shakespeare(78,77).España: Alba.
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