miércoles, 16 de septiembre de 2015

Rey Lear





El mundo de la tragedia y el mundo de lo grotesco tienen estructuras parecidas. Lo grotesco adopta los esquemas dramáticos de la tragedia y plantea las mismas cuestiones de base. Sólo sus respuestas son diferentes. En este debate sobre la interpretación trágica o grotesca de la condición humana, encuentra su reflejo el permanente y siempre vivo conflicto de dos filosofías y dos estilos de pensamiento, el antagonismo de dos actitudes fundamentales, al que Leszek Kolabowski dio el nombre de irremediable antagonismo entre sacerdotes y bufones. Entre la tragedia y lo grotesco existe la misma controversia en pro o en contra de la escatología, en pro o en contra de la fe en lo absoluto, en pro o en contra de la esperanza en la solución definitiva de la contradicción entre el orden moral y el orden de la acción. La tragedia es el teatro de los sacerdotes; lo grotesco, el teatro de los bufones.

La controversia de las dos filosofías y de los dos teatros, reviste un carácter particularmente violento en las épocas de las grandes conmociones. Cuando se derrumba el orden de los valores y no se puede ya apelar a Dios, a la Naturaleza o a la Historia por las “torturas del severo mundo”, el personaje central del teatro es el bufón. Es él quien acompaña a un monarca desterrado, a un hijo, a un dignatario, en su cruel viaje a través de la fría noche que invade el mundo, sin esperanza de que amanezca, A través de esa “fría noche”, que, en El Rey Lear de Shakespeare, “convertirá a todos en payasos y en locos”.[1]

El tema del Rey Lear es la descomposición y el derrumbamiento del mundo. El Rey Lear empieza como las crónicas: por la división del Estado y la abdicación del monarca y termina, también, como ellas: por el advenimiento de un nuevo monarca. Aquí también, entre el prólogo y el epílogo transcurre una guerra civil. Pero, contrariamente a los dramas históricos y a las tragedias, el mundo no vuelve a componerse. No hay, en El Rey Lear, un Fortinbras joven y libre de dudas, conquistador del trono de Dinamarca, ni un frío Octavio, futuro César Augusto, ni un Malcolm de nobles sentimientos que, después de los crímenes de Macbeth, “devuelva a las noches el sueño y a las mesas los manjares”. En los epílogos de las crónicas y de las tragedias, el nuevo monarca invita a su coronación. En El Rey Lear, no habrá nueva coronación. A Edgardo no le queda nadie a quien invitar. Todos han muerto o fueron asesinados. Se cumplieron las palabras de Gloster: “...este gran mundo se convertirá en ruina y en la nada”. Los que han sobrevivido: Edgardo, el duque de Albany y Kent son, así como Lear, “unos arruinados despojos de la naturaleza”

De los doce personajes principales, hay una mitad de justos y una de injustos. Una mitad de buenos y otra de malos. La división es tan consecuente y tan abstracta como en una moraleja. Pero ésta sería una moraleja donde todos quedan destruidos: los nobles y los innobles, los perseguidos y los perseguidores, los torturadores y los torturados. La vivisección durará hasta que el escenario quede vacío. Se nos muestra la descomposición y el derrumbamiento del mundo sobre dos planos, algo así como en dos escenarios diferentes. Uno de ellos podría llamarse el escenario de Macbeth; el otro, el escenario de Job.

El escenario de Macbeth es el del crimen. Todo empieza como un cuento para niños, con dos hijas malas y una buena. La hija buena morirá ahorcada en la prisión. Las hijas malas mueren también, pero antes cometen adulterios y una de ellas se convierte en asesina de su propio marido y en envenenadora. Se destruyen todos los lazos, todo lo que lleva el nombre de ley, divina, natural, o humana, queda roto y violado. Desaparece todo el orden social, el reino y la familia. Dejan de existir rey y súbditos, padres e hijos, maridos y mujeres. No hay más que grandes bestias renacentistas, devorándose mutuamente “como los monstruos de las profundidades”. Todo está densificado, dibujado con grueso trazado, los caracteres apenas se esbozan. La historia del mundo transcurre sin psicología ni retórica. Es acción pura. Estas violentas secuencias no son más que ilustración y ejemplo, desempeñan la función de una luz intermitente o de un cliché realista, en negro, para el escenario de Job.

El escenario de Job es el más importante. Es allí, donde se representa la irónica e histriónica  moraleja sobre la condición humana. Pero antes, todos los personajes han de ser arrancados de su lugar, de su situación social, y precipitados a lo más bajo, a una humillación total. Han de llegar hasta el fondo del abismo. La caída no es sólo una parábola filosófica, como el salto de Gloster al precipicio. Shakespeare utiliza el tema de la caída de manera insistente y consecuente, repitiéndolo por lo menos cuatro veces. Se trata de una caída tanto física como espiritual, corporal y social.

Al principio hubo un rey, una corte, unos ministros; luego sólo hay cuatro mendigos vagabundos, que no saben dónde cobijarse bajo la tormenta y la lluvia. La caída puede ser lenta o violenta: Lear posee al principio un cortejo compuesto de cien servidores que luego son cincuenta y finalmente, uno solo. A Kent lo condena al destierro un solo gesto rabioso del rey. Pero el proceso de la degradación siempre es el mismo. Desaparece todo lo que distingue a un hombre: las dignidades, la situación social, hasta el nombre. Ya no hay necesidad de un nombre. Cada uno se convierte en sombra de sí mismo. Queda el hombre, nada más.”[2]

En El Rey Lear, la degradación del monarca se opera lentamente, grado por grado; Lear dividió el reino y renunció al poder, pero quiso seguir siendo rey. Creía que un rey no puede dejar de ser rey, así como el sol no puede dejar de brillar. Creía en la mera majestad, en la mera idea de la realiza. En los dramas históricos la desacralización de la majestad se opera por un golpe de puñal, o bien quitando brutalmente la corona de la cabeza del monarca aún en vida. En El Rey Lear es el bufón quien desacraliza la majestad. Lear y Gloster son unos escatólogos que se aferran frenéticamente a la idea de lo absoluto. Invocan a los dioses, creen en la justicia, apelan a las leyes de la naturaleza. Echados del escenario de Macbeth, siguen siendo sus prisioneros. Sólo el bufón permanece fuera de ambos escenarios, tanto el de Macbeth como el de Job. Observando desde fuera, no quiere saber nada de las ideologías. Rechaza todas las apariencias: las de la ley, de la justicia, del orden moral. Es consciente de la opresión, de la crueldad y de la concupiscencia en toda su desnudez. No tiene ilusiones ni busca el consuelo en la existencia de un orden, natural o sobrenatural, donde el mal obtenga su castigo y el bien su recompensa. El Rey Lear le resulta ridículo en su empeño de conservar la ficción de la majestad real. Tanto más ridículo, por no percatarse de su ridiculez. Pero el bufón no abandona su ridículo y degradado rey; le acompaña en su camino hacia la locura. Sabe que la única verdadera locura consiste en creer sensato el mundo. El orden feudal es absurdo y sólo puede describirse en términos de lo absurdo. El mundo está cabeza abajo. ...Cuando los usureros cuenten su dinero en pleno campo y los alcahuetes y las putas construyan iglesias, entonces el reino de Albión se verá en una gran confusión; y llegará el tiempo, quien viva lo verá, en que para caminar se necesitarán los pies.” 

Hamlet se refugiaba en la locura no solamente para despistar a los delatores y desorientar a Claudio. La locura, para él, era también filosofía, crítica de la razón pura, un gran e irónico reajuste de cuentas con un mundo que se había salido de sus carriles. El bufón emplea el mismo lenguaje que Hamlet en las escenas del fingimiento de su locura. Un lenguaje totalmente desprovisto de la retórica griega y romana, tan querida por el Renacimiento, de la fría y digna indiferencia de Séneca frente al ineludible destino. Lear, Gloster, Kent, el duque de Albano, incluso Edmundo, emplean aún la retórica.

El lenguaje del Bufón es distinto; rebosa de alusiones bíblicas y parábolas medievales, tomadas a la inversa. Hay en él magníficos surrealismos barrocos, repentinos saltos de la imaginación, condensaciones y abreviaturas, brutalidades, vulgarismos y comparaciones escabrosas. Sus poemas recuerdan las coplas de ciego. El Bufón maneja la gracia de lo absurdo, la dialéctica y la paradoja. Su lenguaje es el del grotesco actual, que sirve para mostrarnos lo absurdo de lo evidente y de lo absoluto mediante una gran y general reductio ad absurdum. ”

El Bufón aparece en el escenario cuando empieza la decadencia de Lear y desaparece al final del tercer acto. “Me iré a dormir a mediodía”, son sus últimas palabras. Ya no lo veremos más. El Bufón deja de ser necesario. El Rey Lear ha pasado por la escuela de la filosofía bufonesca. En su último encuentro con Gloster, Lear habla el lenguaje del Bufón y su actitud frente al escenario de Macbeth es idéntica a la de éste: “Me decían que yo lo era todo; mentira, no estoy a salvo de la fiebre”[3]



[1] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida. En Apuntes sobre Shakespeare(65).España: Alba.
[2] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida. En Apuntes sobre Shakespeare(71,72).España: Alba.

[3] Kott, Jan. (2007). El rey Lear o el final de la partida. En Apuntes sobre Shakespeare(78,77).España: Alba.

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